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Relaciòn presentada al V Congreso Americano de Derecho Agrario, organizado por el Comitè Americano de Derecho Agrario, titulado “Derecho agrario, justicia agraria y seguridad alimentaria para los pueblos por la Paz”, Guatemala, 1, 2 y 3 de agosto del 2007.     “Aportes Históricos y Perspectivas del Derecho Agrario en Argentina” 

Por la Prof. Nancy L. Malanos (Argentina) ·

Sumario: 1- Los aportes argentinos a  la autonomía del derecho agrario. 2- El derecho de los recursos naturales. 3- El derecho ambiental. 4- La ampliación del contenido del derecho agrario. 5- El desarrollo sostenible y un nuevo parámetro productivo. 6- La ley general del ambiente. 7- El aporte de la responsabilidad social empresarial. 8- Las nuevas dimensiones del derecho agrario en la  reformulación de  sus institutos centrales.

 

            1- Sabemos los años que llevó a la doctrina especializada la cuestión acerca de la autonomía del derecho agrario; una discusión centrada en la falta de principios generales de la materia y que determinó, al no poder individualizarlos, el cambio de método para buscar ya no principios sino institutos propios y exclusivos susceptibles de agruparse sobre el sustento de un común denominador de agrariedad.
            Fue así que en 1970 Antonio Carrozza enunciaba su teoría basada en el ciclo biológico pudiendo afirmarse, a partir de ese momento, que la actividad productiva agraria nos coloca en presencia de bienes obtenidos orgánicamente. Que no es la especie del bien lo que cuenta sino el procedimiento que se utiliza para obtenerlo y que estas actividades, dependientes de ciclos biológicos, ligados a la tierra o a los recursos de la naturaleza, están bajo el imperio de fuerzas naturales que condicionan la actividad agrícola permitiendo su diferenciación de otras actividades en las que los procesos productivos biológicos son, en su totalidad, dominados por el hombre.
             
Reconocía el Maestro italiano que los primeros pasos para la identificación del fenómeno agrario habían sido dados, en particular, por la escuela argentina con Mugaburu y Carrera; pasos que le habían servido como punto de partida para su posterior desarrollo. Recordemos que para Andrés Ringuelet y Rodolfo Carrera, la actividad agraria era una actividad genética donde la tierra y la vida eran sus elementos constitutivos esenciales a los que debía sumarse la actividad del hombre que con su trabajo interfería para cumplir el proceso agrobiológico que devenía en la producción agropecuaria. Entonces, sin vida, sin tierra y sin clima no había agricultura.

Pero además del aporte de los autores argentinos citados a la teoría general del derecho agrario, ya en 1933 otro argentino, el Profesor de la Universidad Nacional del Litoral Raúl Mugaburu, preguntándose acerca del objeto del derecho rural explicaba la teoría de la explotación agropecuaria. Afirmaba el profesor santafesino que sólo un conjunto de relaciones jurídicas singulares podían constituirlo y, analizándolas, advertía en todas ellas la existencia de un elemento especial y específico que era la explotación agropecuaria, a la que definía como “todo conjunto de actividades inherentes a un trabajo agropecuario de naturaleza permanente, efectuadas con ánimo de lucro en terrenos o con elementos de las campañas”.
Sus condiciones eran identificadas en: el capital base constituido por la tierra, agregándose luego formas auxiliares de capital como el ganado, semillas, alambrados, máquinas, enseres; el trabajo agropecuario, al que consideraba como un elemento esencial, tanto fuera directivo como la mano de obra activa, por cuanto la cuestión rural descansaba sobre el mismo, aclarando que la tierra por sí misma, sin el trabajo que vinculaba a la materia con el régimen de los patrones y peones, no revestía tanto interés ni justificaba que las relaciones jurídicas de la vida en los campos se diferenciaran de las de la vida común; y el ánimo de lucro objetivado en un concepto de empresa (porque toda explotación agropecuaria debe estar organizada de modo permanente para la producción) y en un proceso de circulación (por cuando la ganancia sólo puede surgir como consecuencia de la transformación o del cambio realizado de modo habitual).

Como puede observarse, la postura de Mugaburu significaba un importante avance al insinuar el concepto de empresa que, posteriormente, iba a consagrarse en el Código italiano del ´42.

 

            2- Otros criterios, tomando como base al derecho de los recursos naturales, también fueron surgiendo en Argentina para el derecho agrario.
Así, el Profesor Guillermo J. Cano definía a los recursos naturales como a los bienes físicos de la naturaleza por oposición a los culturales, producto de la creación humana, y de modo similar Eduardo Pigretti al considerarlos bienes de la naturaleza  que no han sido transformados por el hombre y puedan resultarles útiles.
Enseñaba Cano acerca de la distinción entre aquellos recursos renovables y los agotables o no renovables, clasificación que tenía en cuenta su durabilidad y que mereció algunas críticas por cuanto, se dijo, los primeros (suelo, agua, flora, fauna), son pasibles de un empobrecimiento o empeoramiento cualitativo y por ello, o nunca son renovables o pueden dejar de serlo, quedando disponibles para el futuro a condición de ser consumidos y administrados con cautela y de modo racional.
Justificaba además Cano, y a ello se ha sumado Pigretti, el tratamiento unitario de los recursos naturales por la existencia de dos caracteres especiales: las resistencias que oponen a su utilización y la interdependencia en que se encuentran por la armonía y el equilibrio existente entre ellos; interdependencia natural que lleva al concepto de la interdependencia en los usos que serán regulados por la ley con el propósito de favorecer el mayor número posible de usos útiles al hombre y disminuir los efectos nocivos que tales usos puedan provocar.

Sobre esta teoría, y seguramente en la intención de exponer sistemáticamente el conjunto de relaciones entre el hombre y la naturaleza, el derecho agrario comenzó a ser englobado incluso con aquellos recursos no renovables con los cuales, en realidad, la agricultura no tiene ningún tipo de relación ni conexión, salvo la que marca la mera vecindad con la naturaleza. Y así, reunido el derecho agrario con el derecho minero, con la normativa referida a la pesca, al gas natural, al petróleo y a los hidrocarburos, no puede más que poner de manifiesto la heterogeneidad de las dispares materias a refundir, dando como resultado una mera yuxtaposición de compartimentos estancos.
Porque evidentemente la relación que se plantea con el derecho agrario es sólo posible con los recursos que le sirven de base. Una relación que de ningún modo trata de ignorarse por cuanto, a la agricultura, y como bien se ha dicho, es la naturaleza quien la crea; naturaleza y agricultura se encuentran indisolublemente ligadas y, por lo tanto, viviendo el agricultor de la naturaleza y dentro de ella, queda claro que él es el primero en disfrutarla.

Entendiendo así las cosas, otra parte de la doctrina latinoamericana procedió a vincular al derecho agrario pero ahora con los recursos naturales renovables. Entre ellos, el venezolano Ramón Vicente Casanova al decir que el contenido del derecho agrario era la propiedad territorial orientada a disciplinar su uso y aprovechamiento como entidad que comprende el suelo, los bosques, las aguas y la fauna. Teoría compartida en Perú por el Profesor Guillermo Figallo Adrianzén quien reconoce que la misma “se ha vigorizado con el reconocimiento de los recursos naturales renovables como una categoría de bienes de dominio público cuyo aprovechamiento debe consistir en su uso sostenible como integrantes de un sistema inescindible”; dando, incluso, un paso más al indicar que es precisamente esta situación la “que lleva a la unión del Derecho Agrario y del Derecho Ambiental en lo referente a los recursos naturales renovables como una sola rama del derecho”. También en Costa Rica, Barahona Israel, ha sostenido el ámbito de pertenencia del régimen jurídico de estos recursos al derecho agrario, cuyo objeto consistía en regular su uso agrícola actual o potencial.

 

3- Por otra parte, invocándose en los últimos años la protección y conservación del ambiente, se ha llegado al extremo de definir al derecho agrario como el derecho de la naturaleza dándole a la agricultura una función protectora. Pero en realidad, si bien el derecho agrario, como explicaba Carrozza, debe orientar su programa productivo hacia un modelo que consienta la racional manipulación y gestión de los recursos naturales, ésta no puede ser su tarea exclusiva ya que la correcta utilización de estos recursos y, en general, la tutela del ambiente, entrarán en su objeto y finalidad pero indirectamente; esto es, en función del proceso productivo. Diferencias que también se ocupaba de señalar Antonino Vivanco al indicar que junto con la actividad conservacionista se llegaba a la protección ambiental por cuanto su preservación constituía un medio para facilitar que la producción se lograra cabalmente, advirtiendo que el derecho agrario no tenía por objeto el ambiente por cuanto la actividad agraria no podía confundirse con la defensa de los elementos con que ella contribuye. En definitiva, tanto las normas dirigidas a la conservación de bienes como el suelo, el agua, el aire, la flora, como las tendientes a disciplinar la conducta del agricultor frente a éstos, evidentemente necesarias para controlar el ejercicio de la agricultura y armonizar su convivencia con la naturaleza, y que importan, por la penetración del elemento ambiental, una ampliación del contenido del derecho agrario, no debían traducirse en una alteración de su esencia íntima.

Es que el derecho ambiental, como enseñaba el Profesor Joaquín López, comprende conductas humanas relacionadas con la naturaleza, naturaleza que se presenta a su vez como proveedora de recursos, ya sean producidos espontáneamente o previa cultivación, o como generadora de cataclismos o desastres derivados de su propia acción o inducidos por el hombre. Por ello, el derecho ambiental se ocupa de regular el uso, protección y defensa de los diversos recursos pero también de prevenir, evitar, reparar o atenuar los efectos de los desastres naturales y de regular las conductas humanas cuando éstas deterioran el hábitat, abarcando a aquellas actividades generadoras de ruidos, vibraciones, modificación de la temperatura, luminosidad, olores, radiaciones y manejo de basuras o desechos.

 

4- Recién nos hemos referido a la penetración del elemento ambiental en el derecho agrario reconociendo, como lógica consecuencia, la ampliación de su contenido. Y en nuestro país ello se constata, si nos detenemos brevemente en nuestra legislación agraria, desde antes que la mencionada cuestión ambiental hubiera tenido incidencia o “hubiera atravesado”, para decirlo más gráficamente, a todo el derecho del modo en que se observa actualmente.
Al respecto podemos señalar la vieja ley de arrendamientos y aparcerías rurales que ya en 1948, con un perfil intervencionista por parte del Estado, y que actualmente la ley ha abandonado, se refería a la prohibición de la explotación irracional del fundo y, que si bien no alcanzó a conformar un sistema orgánico de protección y conservación especial, sirvió para compensar las falencias del Código Civil en este tema de modo de impedir la degradación, erosión o agotamiento del suelo, invirtiendo los principios que éste contenía al enumerar las facultades inherentes al dominio, entre ellas, la de desnaturalizar, degradar o destruir la cosa; facultades que más tarde fueron derogadas por la reforma de 1968.
Otras disposiciones de la ley ayudan en este desarrollo; nos referimos a la obligación de “dedicar el suelo a la explotación establecida en el contrato” siempre “con sujeción a las leyes y reglamentos agrícolas y ganaderos”, de lo que se infiere que los cultivos deberán realizarse en la medida que no se origine su erosión ni agotamiento, porque así lo dispone la ley inspirada en el interés superior de la conservación del suelo. Y con la misma finalidad es que se impone la obligación de mantener el predio libre de plagas y malezas.
Pero también la ley fija un plazo mínimo, actualmente reducido a tres años, entre cuyos fundamentos no puede dejar de señalarse el vinculado con la necesidad de garantizar al productor la estabilidad suficiente para poder encarar su actividad en forma racional sin que se vea obligado a obtener todo el beneficio posible en el menor tiempo como era de rigor con los contratos anuales consentidos por el Código Civil y que hoy vuelven a plantearse como consecuencia de la derogación del primer decreto reglamentario de la ley y de la equivocada reforma que la ley sufriera en 1980.

Tampoco podemos olvidarnos de la ley de defensa, mejoramiento y ampliación de los bosques que, contemporáneamente a la anterior, declaró que el ejercicio del derecho sobre ellos y las tierras forestales, de propiedad pública o privada, sus productos y frutos, quedaba sometido a las limitaciones y restricciones que la misma ley establecía. Esta ley, además, asignó a los bosques, entre otras funciones, la de protección al suelo y la de prevenir su erosión, proteger y regularizar el régimen de las aguas, fijar médanos y dunas, asegurar condiciones de salubridad pública, la defensa contra la acción de vientos, aludes, inundaciones, el albergue y protección de especies de la flora y la fauna. Como vemos, todo un sistema conservacionista que tuvo en cuenta la interdependencia de estos elementos en la naturaleza.

            Por otra parte, habiéndose advertido acerca de la magnitud de las superficies comprometidas en el país con suelos ya deteriorados por el uso irracional, como también por el alto índice de tierras afectadas por la erosión hídrica y eólica, la ley nacional de fomento de la conservación de suelos declaró, en 1981, como de interés general la acción privada y pública tendiente a la conservación y recuperación de la capacidad productiva de los mismos, instrumentándose sobre la base de la constitución de Consorcios Voluntarios de Productores que someten a la autoridad la aprobación de sus planes y programas conservacionistas.

            Más lejanas aún en el tiempo, y relacionadas con el segundo párrafo incorporado al artículo 2326 del Código Civil por la ley 17.711 que dispone que “no podrán dividirse las cosas cuando ello convierta en antieconómico su uso y aprovechamiento”, surgen las regulaciones provinciales referidas a la unidad económica. Señalar que la tierra excesivamente dividida resulta insuficiente para subvenir las necesidades del productor rural y su familia, impidiéndole una explotación racional y una evolución económica favorable es una cuestión que no solamente incide en su economía familiar sino, y en definitiva, en los intereses generales del país asentados sobre la producción agropecuaria. En este orden de ideas, las leyes provinciales han ido evolucionando desde la aplicación de criterios rígidos hasta la consideración de los diversos factores de los que depende la unidad económica y, por ende, la fijación de la superficie mínima por debajo de la cual no se admite la división de los predios rurales; entre ellos: ubicación y calidad de la tierra, tipo de explotación, integración del núcleo familiar, clima, régimen de lluvias.
 

            5- Si dirigimos entonces la mirada sobre los principios contenidos en estas leyes de derecho agrario, que sucintamente terminamos de recordar, sin lugar a dudas podremos coincidir no sólo en su importancia sino también en que constituyen, en alguna medida y ya desde fines de la década del ´40, el antecedente de las normas que hoy nos rigen a través de su incorporación en la reforma constitucional de 1994. Reforma que consagrando, en la llamada cláusula ambiental del artículo 41, “el derecho humano al medio ambiente”, al que califica de sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras, pone de manifiesto la incorporación de la noción de “desarrollo sostenible”. Por lo tanto, el desarrollo humano que importa una idea de progresión hacia condiciones de vida que respeten la igualdad y la dignidad del hombre, sin olvidar la calidad de vida que surgirá de las condiciones del entorno en que esa vida transcurre, equivale, como ha dicho el constitucionalista Daniel Alberto Sabsay, a desarrollo sustentable.
Agrega además el artículo 41 que las autoridades proveerán a la protección de este derecho, a la utilización racional de los recursos naturales, a la preservación del patrimonio natural y de la diversidad biológica. Y haciendo un reparto de competencias legislativas, atribuye a la Nación la facultad para dictar normas que contengan los presupuestos mínimos de protección y a las provincias, las necesarias para complementarlas sin que aquellas alteren las jurisdicciones locales.
 
Se plasma de este modo un modelo de desarrollo donde confluyen la consideración de la cuestión ambiental, la de su protección y la de todo lo referido a la producción en pos de la comunidad, apareciendo así la noción de desarrollo sostenible, a la que nos estamos refiriendo, como fórmula de compatibilidad frente a la tradicional dicotomía entre economía y ambiente; fórmula que en la actividad agraria se expresa como aquella más específica de una “agricultura sostenible” y que, resolviendo el particular conflicto eficiencia productiva - conservación de los recursos afectados al agro y calidad del medio ambiente rural, impone lógicas exigencias de respecto y compatibilidad.   
La “agricultura sostenible” verifica, entonces, el nexo entre el derecho ambiental y la regulación de las actividades productivas involucrando necesariamente al derecho  agrario como derecho de la actividad agraria; esto es, por cuanto no podría ser de otro modo, sin trasladar la materia jurídica agraria fuera del ámbito central de la producción.

Como consecuencia de lo expuesto, y a partir de la reforma constitucional, irán surgiendo en el ámbito del derecho agrario una serie de normas que pueden ser individualizadas como manifestaciones de la agricultura sostenible y que utilizan instrumentos técnico-jurídicos de la tutela del ambiente para imponer este nuevo parámetro productivo.
Y hablamos de un nuevo parámetro productivo por cuanto la agricultura sostenible no es una simple producción conservacionista. Hoy, la evolución de los conceptos pone de manifiesto que la solución tampoco se limita a la mera conservación; como lo ha señalado Sabsay, con la simple actitud de conservar se corre el riesgo de llegar al “quietismo” o al no desarrollo.
Con la agricultura sostenible entonces, que nos plantea un concepto de naturaleza pluridimensional, se conjugan componentes éticos o morales con aspectos tecnológicos. Es en definitiva, la expresión de ese desarrollo económico y social que atenderá no sólo las necesidades actuales sino aquellas de las generaciones futuras tal como indica la Constitución Nacional.

Y en este sentido podríamos destacar, a mero título ejemplificativo, el estudio de impacto ambiental previo establecido en la Ley de Inversiones Forestales para Bosques Cultivados del año 1999 (25.080) pretendiendo de este modo que los bosques se desarrollen mediante el uso de prácticas realizadas con criterios de sustentabilidad para asegurar el uso racional de los recursos, y su decreto reglamentario (133/99) al referirse más específicamente al impacto neutro o positivo que serán los que posibiliten, por la conservación o mejoramiento del ambiente biofísico y de los recursos naturales involucrados, la elección del proyecto en cuestión. Esto con la salvedad que, cuando el emprendimiento fuera propuesto en áreas de bosques nativos, su aprobación sólo será recomendada si se demuestra, además, el aumento de la productividad y la obtención de beneficios sociales adicionales respecto a la situación sin el emprendimiento en cuestión.
Por su parte la ley sobre sistemas de producción agropecuaria ecológica, biológica u orgánica (25.127/99) donde la incidencia ambiental en la regulación de la producción primaria vegetal y animal no podría ser mayor. Toda una normativa que, además de resguardar y asegurar la estabilidad de las condiciones ambientales en que la producción se desarrolla y contemplar aquellas que proporcionen bienestar a los animales, nos permite hoy en día hablar de la “calidad ambiental” de los productos agrarios como resultado de este especial tipo de producción.

 

            6- Imposible resultaría continuar con nuestro análisis si no mencionáramos a la Ley General del Ambiente (nº 25.675 de noviembre de 2002), ley marco en materia de presupuestos mínimos sobre protección ambiental y que, indudablemente, da una nueva proyección a la normativa agraria.
            La ley, que considera como presupuesto mínimo a toda norma que concede una tutela ambiental uniforme o común para todo el territorio nacional y que tiene por objeto imponer aquellas condiciones necesarias para asegurar la protección ambiental, nos marca esa proyección toda vez que, en forma genérica, tiende a asegurar la preservación, conservación, recuperación y mejoramiento de la calidad de los recursos ambientales tanto naturales como culturales en la realización de las diferentes actividades antrópicas y, más específicamente, cuando se refiere a la promoción del uso racional y sustentable de los recursos naturales. 
            Pero también surge la referida proyección cuando se enuncian los principios jurídicos ambientales que, fundamentalmente y al decir de Ricardo Lorenzetti, tienen un efecto jurídico reestructurante de todo el sistema normativo.
            Principios tales como el de prevención que supone evitar un riesgo conocido y verificado, el precautorio relacionado con aquellos hipotéticos o potenciales, el de equidad intergeneracional que impone la entrega a las próximas generaciones de una estabilidad ambiental que les brinde las mismas oportunidades de desarrollo que hemos tenido nosotros, el de responsabilidad que refuerza la idea de internalización de costos ambientales en cabeza de quien genere la degradación del ambiente, el de sustentabilidad al que ya nos hemos referido como aquella fórmula de compatibilidad entre medio ambiente y desarrollo, el de congruencia tendiente a la armonización y a una regulación jurídica integral, cuyo mayor análisis excedería el marco de esta exposición, o el estudio del impacto ambiental previo, expresamente establecido en el artículo 11 de la ley, tienen clara incidencia en nuestra materia, brindándole una nueva o más amplia dimensión y colaborando para que un nuevo modelo de producción se ponga en marcha. 
            7- En lo que hace al aporte de la responsabilidad social empresarial, podemos decir que estamos frente a un concepto que se va abriendo paso en la realidad argentina y que se encuentra íntimamente relacionado con ese nuevo parámetro productivo surgido del concepto mismo de desarrollo sostenible.
      Cabe recordar que en 1999 el Secretario General de las Naciones Unidas convocó en el Foro Económico Mundial de Davos, y a través del Pacto Global, a todas las empresas para lograr una economía que, además de sostenible, fuera “inclusiva”. Y para ello, empresarios de los más diversos rubros, e involucrados en el objetivo planteado, comprometieron su accionar en pos del respeto y promoción de los derechos humanos y laborales, en el uso de tecnologías amigables con el medio ambiente y en la lucha contra la corrupción.

            Muchas veces ha sido confundida con paternalismo o filantropía pero, en realidad, la responsabilidad social empresarial constituye un conjunto integral de políticas, prácticas y programas que se instrumentan en toda la gama de operaciones y en el proceso de toma de decisiones. Su adopción requiere el trabajo conjunto de la empresa, del Estado y de la sociedad civil, pero ello de ningún modo implica que la empresa reemplace la responsabilidad del Estado.
Con la RSE se pone en marcha todo un sistema de administración con procedimientos, controles y documentación que permiten a la empresa en cuestión actuar de manera más planificada y de acuerdo con estos nuevos parámetros. Además, se requiere un avance previo de la empresa en materia de aprendizaje y un fuerte y consolidado liderazgo, por cuanto este accionar, que ensambla argumentos de racionalidad económica y social, se traduce en la adopción de medidas que no aportan claramente a los resultados financieros de la empresa y que pueden ser onerosas en el corto plazo.
             No obstante, la ganancia está dada en la reputación que se adquiere. La creación de nuevos modelos de negocios donde todos se benefician no sólo permite que la empresa crezca, porque también lo hace la sociedad en la que se desarrolla, sino que se traduce rápidamente en la garantía de ingresar en los circuitos internacionales de mercado.
            8- Como reflexión final diremos que estamos frente a una realidad que provoca la reformulación en los institutos centrales del derecho agrario. En la propiedad, toda vez que la conciencia social surgida de la aceptación de los nuevos principios y valores orienta su concepto hacia una función ecológica para lograr que la producción se adecue a las necesidades del desarrollo sostenible. En la empresa, desde el momento que “la libertad de iniciativa queda supeditada a la compatibilidad ecológica de la actividad a la que, además, se le imponen positivamente modalidades determinadas de ejercicio”. Así podemos indicar cómo el análisis de la incidencia o efecto ambiental debe ser la regla y no la excepción para aquellas actividades agrarias o complementarias cuando comprometan los recursos de base de que se sirve la agricultura y el medio ambiente rural, como en el caso de la instalación de establecimientos de engorde intensivo de ganado a corral o “feed-lot”, o para los desmontes en pleno auge debido fundamentalmente a la expansión de la frontera agropecuaria, o bien para la aplicación de agroquímicos. Modalidades para el ejercicio de la actividad que, sin lugar a dudas, hacen también a la responsabilidad social de la que hablábamos.
            Y en materia contractual agraria, una reformulación que debe plantearse sin más dilación en la legislación argentina vigente. Así, más allá de lo que venimos propiciando hace años en cuanto a la  necesidad de contar con una regulación integral y armónica donde se respete el fundamento del plazo mínimo para evitar la desmedida contratación accidental que crece campaña tras campaña, sirva para permitir que los contratos agrarios sean una verdadera herramienta de política agraria.
En tal sentido, la explotación indirecta de la tierra debiera contar con estímulos suficientes cuando importe compromisos referidos a una correcta gestión ambiental, a través de la cual, y a mero título ejemplificativo, se implemente la siembra directa como sistema; se incorporen nutrientes al suelo; o bien sirvan para el desarrollo de actividades complementarias tales como el agroturismo, útil para conservar y fomentar las costumbres campesinas (incluso hoy en día se habla de la recuperación de la identidad de los alimentos en aquellas regiones que busquen explotar su identificación de origen); para arraigar el hombre a su tierra y hasta para mantener el paisaje rural característico, escapando así del monocultivo de la soja que, en lo que a la Argentina respecta, hace ya varios años se manifiesta y que sólo da lugar para ocupar un puesto de trabajo cada 500 hectáreas. No debemos olvidar que en la región pampeana argentina, si se consideran los datos del último censo nacional agropecuario de 2002, 18 millones de hectáreas están bajo contrato accidental, arriendo o aparcería y que el 75% de la producción de los principales granos en la región se lleva a cabo en esos campos.

Como hemos venido diciendo, subsistirá siempre en el derecho agrario la centralidad del fenómeno productivo no obstante las nuevas dimensiones que amplían su contenido y lo enriquecen. Nuevas dimensiones de las que debemos valernos no sólo para lograr una agricultura comprometida con el respeto al medio ambiente rural sino, y fundamentalmente, con los derechos humanos y laborales para que la agricultura siga siendo una actividad donde siempre estén presentes los agricultores. Una agricultura para los pueblos y por la paz.

 

 

 

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