Decía el escritor argentino Ernesto Sábato, una de los intelectuales más agudos del Siglo XX, que la democracia es como una orquesta integrada por músicos que interpretan diferentes instrumentos. Claro, para hacer música deben seguir la partitura, para lo cual llegan a un acuerdo y se hacen guiar por un director. “Imagínense –ilustraba Sábato- una orquesta compuesta sólo con saxos o únicamente con violines… tras la segunda interpretación se volvería aburridísima.”Evocamos la metáfora del autor de Uno y el universo y Sobre héroes y tumbas, para referirnos a nuestro debate político e ideológico de la actual época.
Se parece a una orquesta mono instrumental, apenas con ligeras variaciones. Su interpretación resulta monótona, no obstante que está poblada de ecos iracundos, insultos y descalificaciones. Impera una suerte de “centrismo” pero en un clima cargado de autocensura. Las cartas no están, todas, sobre la mesa.
Los interlocutores se guardan, se callan muchas verdades porque temen ser blanco de una suerte de censura, que es el llamado “linchamiento político”.Desde luego que ese acorde tiene como contexto una relación de fuerzas excesivamente desequilibrada. El hecho de que tantas mesas de diálogo social alcancen rápidos consensos o que los partidos suscriban de buena gana acuerdos sobre temas clave del desarrollo, siendo positivo no debe crear actitudes autocomplacientes.Si levantamos un poco la mirada notaremos que el debate es otro. El Consenso de Washington dio lo que tenía que dar y la agenda prioritaria del desarrollo tiene en Guatemala y en el mundo otras preocupaciones. Básicamente las tareas estratégicas gravitan en torno a cómo superar la pobreza y disminuir las brechas de desigualdad, y para ello se vuelve otra vez la mirada sobre el Estado y el fortalecimiento de sus instituciones. Claro que una meta irrenunciable es acelerar el ritmo de crecimiento de la economía, pero es a todas luces insuficiente. Salvo que tuviésemos los “motores” de China o de India, que crecen durante varios años a ritmo de dos dígitos, pero no tenemos esos motores de dinamismo económico, aunque los tuvimos durante tres décadas, entre 1950 y 1980, cuando la producción nacional casi se duplicó, pero, igual, las desigualdades persistieron y la conflictividad social creció hasta alcanzar la forma de una rebelión armada.